Hace unos años tuvimos un primer encuentro con el término «trasvestismo literario» y las implicaciones políticas que tiene para las mujeres. Como es bien sabido, por mucho tiempo a las mujeres no se les permitió aprender a leer y escribir (por eso somos partidarias de honrar a las mujeres de esa época y a las que hoy en día siguen excluidas de la educación, escribiendo y leyendo mujeres), una vez que las mujeres consiguieron el derecho a leer y escribir, escribieron, escribieron y escribimos. Escribir ha sido para nosotras una forma de recobrar nuestro poder, de escuchar nuestra voz, de encontrarnos con nosotras y con otras, y al mismo tiempo que a nosotras nos ha dado gozo y sanación, a los escritores les ha aterrorizado la fuerza de nuestra palabra y como malos perdedores de un juego que ellos inventaron y en el que nosotras no consentimos estar, han buscado sabotearnos desde hace mucho tiempo.
En México tenemos el no tan famoso como debería, pero sí el más nombrado entre murmullos, caso de Rosita Espino, una escritora que nunca existió sino a través de la pluma de Riva Palacio, quien estaba en desacuerdo con que las mujeres escribieran poesía y además de escribirla, que tuvieran espacios en algunos periódicos para publicar, Riva Palacio rechazaba por completo los temas que las poetas abordaban en una época en el que las luchas de las mujeres ya se asomaban con Laureana Wright González fundando la primera revista feminista de México «Violetas de la Anáhuac» a la vez que escribía grandes versos. Riva Palacios era juez de las ideas feministas y como parte de su rencor misógino hacia Laureana y hacia otras escritoras, decidió acaparar los espacios destinados a la publicación de poesía de mujeres para publicar bajo el seudónimo de Rosita Espino. Rosa Espino se presumía como una adolescente virginal que anhelaba el amor de un hombre, un matrimonio, bebés, mientras que las poetas estaban escribiendo poemas contra el matrimonio y por la libertad.